El jueves pasado me regaló uno de esos momentos que parecen salidos de un sueño adolescente. Después de años escuchándolos en la radio, de haberlos grabado en cassettes, de verlos por televisión, finalmente los vi en vivo: Simple Minds. Y no solo eso, sino que el show fue completito: como teloneras, KT TUNSTALL y Alison Moyet, dos íconos más de aquellos años donde todo era intensidad, música a todo volumen y posters en las paredes.

Logré llegar hasta el frente del escenario -sí, hasta ahí, donde se siente el bajo en el pecho- y viví una de esas locuras que uno guarda para siempre: Jim Kerr, el legendario líder de Simple Minds, bajó del escenario, se acercó al público... y ¡tocó mi mano! Puede parecer un gesto mínimo, pero para esa adolescente que aún vive en mí, fue un instante eterno.

Hace siete años que vivo acá, y todavía me sorprende ver cantar a la gente con tanta soltura en inglés, entonando letra por letra esos himnos que marcaron generaciones. Me asombra, también, la facilidad con la que se accede a este tipo de eventos, a artistas que antes solo podía imaginar de lejos y desde el otro lado del océano.

Por unos minutos, volví a esa época. Cerré los ojos y ahí estaba, con el pulso acelerado por los acordes electrónicos de Alison Moyet con Don't Go, y mi voz al borde de romperse cantando con KT Tunstall, y con lágrimas de emoción gritando Don't You (Forget About Me) de Simple Minds, como si fuera un conjuro contra el paso del tiempo.

Me quedé hasta el final. Cuando las luces del escenario ya estaban apagadas, y el personal de seguridad pedía que nos retiráramos, yo seguía allí, con unos pocos más, intentando conseguir una lista de canciones de alguna de las bandas, un pequeño souvenir para inmortalizar la noche. Salí eufórica, con una sonrisa imposible de borrar y con una anécdota nueva para mi galería personal de recuerdos felices.

Ah, y sí: esa mano que tocó a Jim Kerr, no la lavé esa noche. Porque hay cosas que simplemente no se olvidan.

Y como si todo esto no fuera ya suficiente, al salir, con el corazón desbordado de emoción, supe exactamente a quién tenía que contarle primero: a Jorge, mi querido profesor de inglés y conductor de La Música del Duende, quien allá por los '80 me permitió entrar a ese universo musical desde una radio encendida.

Porque esa pasión que supo transmitir con tanto entusiasmo en cada programa a través de discos y canciones... la otra noche, se transformó en una experiencia inolvidable. Y sentí que era quien merecía saberlo primero.