¿Recuerdan cuando éramos niños y nos contaban cuentos de príncipes y princesas, dragones y lugares de ensueño y lejanos?
En todos ellos -o en casi todos- había un punto en común: un palacio o castillo donde los protagonistas habitaban.
¿Qué me dirían si les cuento que, sin volar en alfombra mágica ni tomar un avión, entré a un palacio como los de aquellos cuentos? ¿No me creen? Sigan leyendo y lo verán.
Poco después de mudarme a Bedford, me dieron un turno médico en un centro de salud lejano. En medio de la confusión, me perdí. Mientras trataban de guiarme por teléfono, apareció ante mí un palacio blanco imponente, imposible de ignorar. Sirvió como punto de referencia... y como imagen que quedó grabada en mí.
Con los años, desde el tren que tomaba a diario para ir a trabajar, seguía viéndolo a lo lejos, majestuoso. Pero nunca me animé a visitarlo. Tal vez porque me recordaba aquella sensación de estar perdida en un barrio desconocido.
Hasta que hace unos días, tras ver una serie en la que los protagonistas se despedían de un amigo en un templo budista, algo despertó en mí. Al día siguiente, alguien publicó una foto de ese templo en una página local... ¡era el mismo "palacio" de mis recuerdos! Y sin pensarlo mucho, decidí ir.
Preparé mi mochila con agua, un pañuelo para cubrirme la cabeza (requerido al ingresar), ropa cómoda y mi celular con GPS. A pesar del calor sofocante de ese día, crucé un largo puente sobre las vías del tren y caminé media hora hasta el fondo de una calle donde se emplaza el Templo Guru Nanak Gurdwara.
Desde la vereda de enfrente se veía aún más imponente. Me animé a entrar.
En el vestíbulo, dejé mis zapatillas. Crucé un pasillo largo hasta llegar al corazón del templo: un espacio amplio, sin asientos ni muebles, cubierto por una alfombra azul con arabescos dorados. En el centro, una angosta alfombra roja conducía hasta el altar donde se hallaba el gurú, vestido con ropas típicas blanca y turbante, recitando mantras, flanqueado por flores.
Una mujer muy amable se acercó, me dio la bienvenida y me invitó a sentarme si deseaba rezar. Cerré los ojos, me dispuse a meditar... y entonces, la mujer encendió una ruidosa aspiradora. ¡No lo podía creer! Yo, intentando mantener el respeto y el silencio, y ese sonido me alejaba de todo intento de concentración.
Intenté volver a mí. Recordé los mantras que solía recitar antes de venir a Inglaterra. Inhalé profundamente, cerré los ojos y repetí mentalmente uno de mis preferidos. Entonces, sucedió algo mágico: el ruido interior y exterior desapareció. Todo quedó en silencio. Me había reencontrado con mi centro.
En ese momento, el gurú descendió de su altar y, con un recipiente en su mano, se acercó a mí. Lo saludé con un Namasté (*); él respondió con igual gesto y me ofreció halava, una pasta dulce que se sirve durante los rezos matutinos y vespertinos. Agradecí en silencio y, con el dulce en las manos, retomé mi meditación.
Me quedé unos instantes más en silencio, mientras asimilaba en mi boca el sabor del halava y la sensación de paz y armonía que se habían instalado en mi interior, alcé la vista y vi sobre mí la luminosa cúpula de cristal que traslucía el cielo azul. Me retiré del lugar con el mismo respeto con el que había ingresado.
Crucé de regreso el mismo puente, pero esta vez, con el corazón más liviano y el alma en silencio. Y pensé que, tal vez, los palacios de los cuentos no están tan lejos como creíamos. A veces, solo esperan a que nos animemos a entrar y descubrirlos.
Y entonces recordé aquella frase que nos decían cuando íbamos a catequesis:
"El templo está dentro nuestro. Nosotros somos templo"
(*) Es una frase sánscrita que significa «La luz divina en mí reconoce la luz divina en ti». El gesto de Namasté consiste en juntar las palmas de las manos en una postura similar a la de una oración, a menudo con una ligera inclinación de cabeza.