Muchos quizás lo recuerden de Metalúrgica Faré, o de verlo en la puerta de casa, o tal vez alguna vez le llevaron un cuchillo o unas tijeras para afilar. Hoy quiero contarles sobre Nicolás Menna, mi padre, el hombre puertas adentro.

Llegó a la Argentina en 1950, con 25 años. Aunque su familia se radicó en Tres Arroyos, él prefirió buscar trabajo en la zona y, al enterarse de que Metalúrgica Faré tomaba personal, no lo dudó. Se instaló en Benito Juárez y permaneció allí hasta sus últimos días. Amaba profundamente este pueblo y siempre decía que jamás se mudaría.

Aunque en ocasiones fue juzgado por su forma directa y sencilla de ser, quienes lo conocimos bien sabemos que era un hombre profundamente culto. Tenía un gusto exquisito por la música y el arte, que me transmitió desde mis primeros días, poniéndome discos de ópera para dormir o, más tarde, en los regresos del jardín y los domingos en casa.

Le encantaba leer, especialmente libros de arte, historia, cultura y geografía. También disfrutaba de películas y documentales sobre esos temas. Pero su gran pasión, sin lugar a dudas, era la música.

En su pueblo natal, Chieti (Italia), el director de la banda municipal lo invitó a sumarse como trompetista al notar su talento. Pero su padre, mi abuelo, se lo prohibió: debía trabajar con él y sus hermanos en el campo. Aquella negativa lo marcó para siempre, y fue una herida que nunca terminó de cerrar. Tal vez por eso me inculcó con tanta fuerza el amor por la música.

También amaba viajar. Aunque muchas veces sufría dolores en las piernas, jamás se negó a una salida. Cambiaba su ropa de grafa azul por traje y corbata, y si íbamos a la playa, hasta se ponía anteojos de sol. Disfrutaba de la gastronomía y de la buena mesa. Cocinaba muy bien, sobre todo parrilladas o, en ocasiones especiales, un cordero al asador. Lo único que nunca logró incorporar fue el mate.

Pasaba horas en su pequeño taller de afilado o cultivando la quinta, con el tocadiscos cerca. De vez en cuando, aparecía con algún invento propio: una cortadora de papas tipo fritas, un molde de hierro para hacer pizzelas (hoy waffles)... siempre con una idea nueva.

Podía estar endeudado hasta el cuello, pero a mamá y a mí nunca nos faltó nada, especialmente comida. Su obsesión venía de las penurias que había vivido durante la Segunda Guerra Mundial. Se las ingeniaba como fuera y siempre salía adelante, sin permitirnos preocuparnos. Y si alguna vez estuvo mal, jamás nos lo hizo notar.

Era un hombre fuerte, audaz, emprendedor, y hasta conquistó a mamá -según ella contaba- con esa misma determinación. Solo lo vi llorar dos veces en mi vida. Y cada una me partió el alma.

Guardo muchos recuerdos de su ternura, pero hay dos que llevo especialmente grabados. Uno fue una noche en que desperté en sus brazos, mientras me cargaba desde la cama grande hasta mi habitación. Me sonrió, me arropó, me dio un beso en la frente y me dijo: "Descansá, querida".

El otro, aún más inolvidable, fue durante una cuarentena que hice por hepatitis. Tuve que pasar días enteros en cama. Una mañana, mientras mamá había salido a hacer las compras, él me despertó con una bandeja: una taza de té y, en un plato, una enorme tostada de galleta de campo con mermelada de damascos. Entró sonriendo, diciéndome palabras dulces como solía hacer, llamándome "la alegría de la casa". Yo, conmovida, lo abracé y le llené la cara de besos, aunque me picara su barba (esta vez no se lo dije). Fue uno de los actos más amorosos que tuvo conmigo.

Hoy, en el día en que hubiese cumplido 100 años, lo recuerdo con profunda emoción y gratitud. Gracias, papá, por tanto.

Si lo conociste, si alguna vez compartiste una charla, una sonrisa o un momento con él, me encantaría leer tus recuerdos. Podés escribirme o dejar tu mensaje en el diario. Gracias por acompañarme en este homenaje del corazón.