Hay noches en las que lo invisible se vuelve presencia. No sabría explicarlo mejor. Solo sé que a veces, ciertas madrugadas parecen cargadas de algo más que oscuridad y silencio.

Hace unos años, me sucedió algo que nunca conté en público. Fue aquí, en Bedford, la ciudad donde vivo. Regresaba a casa tras una jornada extenuante de trabajo: diez horas de turno nocturno, más dos de transporte. Era invierno, aunque no podría precisar el mes. Sí recuerdo perfectamente la niebla: espesa, baja, de esas que abrazan las calles como un velo húmedo. Apenas se podía ver a unos metros de distancia.

Vivía en el centro por aquel entonces, y justo había pasado frente al imponente edificio de la prisión -esa estructura de ladrillos rojos antigua que impone respeto incluso a plena luz del día- cuando ocurrió. Caminé unos metros más, rumbo a la esquina que me llevaría a mi departamento, y fue entonces cuando los vi.

En medio de la calle, de la nada, aparecieron tres figuras flotando en el aire. Siluetas corpulentas, encorvadas, tomadas por los hombros, murmurando entre sí mientras miraban hacia los lados, como si huyeran, cuidando de no ser descubiertas. Llevaban ropas oscuras y extrañas, de otro tiempo. Lo más inquietante fue la sensación de que estaban encadenados entre sí, como prisioneros.

Me detuve, paralizada. Pensé en sacar una foto, necesitaba comprobar que lo que veía era real. Pero cuando intenté dar un paso más y levantar el celular, las figuras se desvanecieron, tragadas por la niebla. Como si nunca hubieran estado allí.

Solo se lo conté a mi madre, y no me creyó mucho que digamos. Así que guardé el recuerdo en silencio. Hasta ahora.

Porque con el tiempo, descubrí que no fui la única en Bedford en vivir algo así. Esta ciudad guarda sus propios fantasmas, historias que circulan en voz baja, que se comentan entre susurros en los pubs, o se repiten entre quienes se atreven a mirar un poco más allá de lo visible.

Me enteré, por ejemplo, de Black Tom, un famoso bandolero del siglo XIX que fue ejecutado en un cruce del centro y que, dicen, aún aparece como un anciano encorvado, desapareciendo al doblar la esquina.

O del King's Arms, un antiguo pub en St Mary's Street, construido en el sitio de una morgue, donde varios clientes aseguraron haber escuchado voces que salían de la bodega... cuando no había nadie allí.

Y luego está el Moot Hall, en Elstow (Pueblo natal de John Bunyan), un edificio de 600 años con tantas historias que se ha convertido en punto de encuentro para los cazadores de fantasmas: puertas que se abren solas, pasos en habitaciones vacías, sombras que se cruzan en los ventanales al anochecer.

También el Cecil Higgins Art Gallery, aquí en el centro, donde algunos visitantes aseguran haber visto la figura de un hombre con sombrero de bombín paseando entre las salas, o un mozo de establo que parece seguir cumpliendo sus tareas del pasado.

La lista sigue. 38 Mill Street, Cineworld (uno de los lugares donde se registró mayor actividad paranormal), Bedford School, atormentado por el fantasma de su antiguo director, Samuel Whitbread, quien murió en 1903. Bedford Hospital, Clophill Church, las ruinas de Houghton House... cada lugar tiene su historia. Cada rincón parece susurrar que algo quedó atrapado en el tiempo.

Tal vez haya cosas que simplemente no podamos explicar. Tal vez, en lugares como Bedford, que data del 1200, lo pasado nunca se va del todo.

Aunque, aquella madrugada, lo que más me inquietó no fue lo que vi... sino la certeza repentina de que no era yo quien los estaba observando.

Sino ellos... los que me estaban viendo a mí.