A veces creo que aquel día que elegimos ir al fondo del salón sellamos nuestra condena. Fue un momento en el que no pensamos demasiado, simplemente al ingresar el salón vimos el rayo de sol entrando por la ventana que da a la calle y nos mandamos para allí. Y hablo en plural como si de esa manera pudiera lavar la culpa, porque el que encabezó la marcha hacia ese terreno del aula fui yo.

Las vacaciones habían pasado rápidamente y la escuela parecía un lugar lejano. Sin embargo, los tiempos de ocio pasan rápido o es simplemente una sensación de relatividad a la que nos enfrentamos los rutinarios seres humanos, víctimas de procesos de calendario.

Eran los primeros días de marzo. La primaria, como las vacaciones había quedado en el pasado. Eran tiempos de crecer, pegar el salto a la secundaria con un cuerpo que se nos estaba transformando y un espacio nuevo para compartir con los amigos. El patio de pequeñas baldosas rojas estaba llena de cruces blancas. Eran las marcas que exigía la pandemia para el distanciamiento social. Tratándose de un colegio religioso parecía una evocación a la cruz de Cristo, pero también, ante la circunstancia de ser nuevo en el secundario, no deje de pensar que eran tumbas de otros tantos como yo que pesaban perder la vida en ese intento por insertarse en el nuevo nivel.

Intenté desfachatez, desparpajo, sonreír como si todo estuviera más que bien. Por eso pienso que elegir el fondo del aula para sentarnos fue una excusa para escondernos, ocultarnos como soldados de un ejército enviado al campo de batalla con pocas armas.

Pegar nuestro cuerpo contra la pared del fondo era como haber contratado a un guardaespaldas mudo que se limitaba a que las profesoras no pudieran avanzar más allá de nuestros límites, impidiendo de esa manera que pudieran en circunstancias de peligros atacarnos por la espalda. Había sin lugar a duda en nuestra elección una estrategia de defensa. Una manera de poder pasar desapercibido ante las preguntas intimidatorias delos docentes que pretenden que uno guarde en su cabeza millones de datos de dudosa puesta en práctica.

El fondo era una especie de trinchera para poder terminar cinco minutos antes la jornada escolar sin que nadie se diera cuenta de que para cuando tocara el timbre nuestra mochila ya había cerrado su boca de dientes metálicos. El fondo permitía también lanzar avioncitos de papel con mayor carreteo, permitiendo vuelos con mayor autonomía y casi clandestinos, como si en ellos se transportara el contrabando de todas las travesuras infantiles que empezaban a quedar de muy pelotudos en ese ámbito de secundaria.

Sobre los del fondo había varios prejuicios. Los del fondo eran vagos, menos inteligentes, traviesos, incluso se corría la voz que eran jodidos. Lo recuerdo como si fuera hoy. Fue un3 de junio. La profesora de prácticas del lenguaje había venido mal predispuesta. No venía sonriente. Más bien venía con alguna tristeza interna que por más que intentaba no podía disimular. Pero, con total entereza comenzó la clase y puso una pregunta en la pizarra:

¿Qué nos está pasando hoy en el fondo de nuestra ser?

-Tienen 5 minutos para averiguar la respuesta que no la encontrarán en Google

Todos nos miramos. Se hizo un silencio casi de sepulcro y nadie se atrevió a preguntar nada. Todos agachamos la cabeza sobre nuestras hojas rayadas y buscamos una birome capaz de averiguar qué miércoles nos estaba pasando.

La profesora caminó el aula y se acercó hacia los del fondo para saber si habíamos empezado con la tarea. Nos fue fácil. Nosotros conocíamos hacía algunos meses la geografía del fondo y sabíamos que allí se escondían cuestiones que otros no entendían. Desde ese lugar panorámico desde donde se veía toda el aula, aprendimos en ir hacia adelante. Dejamos esa trinchera unos años después cuando después de muchos obstáculos nos hicimos valer y conocer. Como dice un viejo dicho "hay que tocar fondo para salir a flote" y creemos que lo logramos.

Ese día la profesora contuvo las lágrimas ante nuestras respuestas, la de los chicos del fondo. Y nosotros dejamos el avioncito de papel en la mochila, la pelotudez en un bolsillo de la campera y nos fuimos por ahí en busca de enamorarnos de alguien, antes que la profesora se diera cuenta que estábamos muertos de amor por ella y que desde el fondo era más fácil verla sin que ella reparara en nuestra miradas.