Cuando el discurso de odio trasciende la palabra escrita

Sergio Massa puede o no ser del agrado de uno - para la mayoría no lo es -, pero sirvió para evidenciar la clara y tajante diferencia entre un individuo que quiere gobernar frente a otro que quiere ganar (que para nada es lo mismo, no señor). Porque existe un común denominador en todos los gobiernos argentinos; algo que comparten Alfonsín, Menem, Cristina, Macri e incluso Alberto: la vocación y el deseo de que al país le vaya bien. Pero ¡claro!, en el mundo de Milei esto no está en stock.

Depende de a quien se le pregunte, uno puede acceder a escuchar calamidades de cualquier partido político, cualesquiera que sean sus lemas, intereses e ideologías, y está bien que así sea; en una democracia, es crucial la disparidad y el choque (gentil, claro) entre puntos de vista. Pero no hace falta ser un letrado para dictaminar que la (no) gestión de Javier Milei es desinteresada, rauda, alevosa, porque no repara en ocultar su crueldad. Al contrario, la explicita en cada una de sus acciones:

• Devastar el presupuesto para políticas de género en un país con un femicidio por día.
• Retener miles de toneladas de alimentos para comedores populares (qué rápido parece la gente haberse olvidado de esto, ¿no?).
• Poner freno a la distribución de medicamentos oncológicos (y negarlo públicamente).

Todas estas cosas - ¡y aún hay más! - han sido escudadas bajo la premisa de "reducir el gasto público", aún cuando el papel real que juegan dentro de un ajuste es, bueno, digamos que simbólico. No tienen incidencia dentro del superávit con el que le gusta complacerse al presidente, pero su ausencia se hace eco por el rol crucial que cumplen en nuestra sociedad.

Claro está que a Milei esto no le importa.

Hay que saber (y hacer saber) diferenciar la política del odio, más ello resulta complicado cuando aparece un séquito de individuos que compaginan ambos conceptos, y ya imagínese usted si ganan las elecciones.

(*)Estudiante de 6to año, IPDP