Política
La expresidenta sufre una doble decepción: la de Alberto Fernández y la de Axel Kicillof. Por qué los cruces de su hijo con Massa recrudecieron.
16 de octubre de 2021 23:10:00
Fuente: Clarín
El peronismo se empieza a asomar a una experiencia inédita en su historia. Después de las legislativas de noviembre, cualquiera sea el resultado, deberá hacerse cargo de la enorme crisis que se ha consolidado en los dos primeros años de gestión de Alberto y Cristina Fernández. Vale reparar en tres causales: la herencia del gobierno de Mauricio Macri, el impacto de la pandemia, el fracaso rotundo de la conducción política y la administración del dispositivo de poder que encaramó al Frente de Todos.
El kirchnerismo peronista no podrá ahora enmascarar, como supo hacerlo en otros tiempos, las dificultades estructurales de nuestro país -en todos los órdenes- que nunca atinó a solucionar desde 1983. Cuando la convertibilidad agonizaba dejando una huella profunda de daño, Carlos Menem cedió el poder a Fernando de la Rúa. Luego que Cristina, en su segundo mandato, consumió las arcas del Estado para sostener un supuesto bienestar, irrumpió la novedad de Juntos por el Cambio.
Hubo otro par de antecedentes que derivaron en tragedias. La crisis que Juan Domingo Perón incubó a partir de 1952 fue agravada por el golpe militar de la Revolución Libertadora. El estallido de 1975, con la mayor devaluación de la historia, derivó en el derrocamiento de Isabel Perón causado por una dictadura genocida.
El peronismo se enfrentará desde diciembre a su propia herencia. Con un par de condicionantes poco auspiciosos. El quiebre de la confianza interna, expresada en los resultados de las PASO, y de la reputación externa, achacable al Gobierno. También, a la extensa historia de irresponsabilidades que escribió la Argentina.
Existe un dato estadístico revelador, en ese sentido. Desde el 2011, cuando Cristina arrasó con el 54% de los votos, se abrió un ciclo de otras cinco elecciones (2013, 2015, 2017, 2019, 2021) que, en cada caso, representó para el país un proceso devaluatorio promedio del 38%. Una de las explicaciones de la declinación social estructural y de los guarismos de pobreza actuales (45%) que espantan.
Ante un paisaje económico-social desolador, el Gobierno enfrenta, amén de remontar las PASO, la necesidad de resolver las tensiones políticas intensas entre los dirigentes que sostienen la coalición oficial. La derrota profundizó las diferencias entre Cristina y Alberto. También, entre Máximo Kirchner y Sergio Massa, el titular de la Cámara de Diputados. Incluso, se descubren entrecruces de esos cuatro protagonistas principales.
La vicepresidenta arrastra ahora dos obsesiones. Una eterna: su situación con la Justicia. Otra coyuntural que, teme, puede virar en definitiva: el desafío electoral. Los primeros números que maneja en el Instituto Patria la llenan de mal humor. Su mirada está colocada en Buenos Aires.
Allí, cuando todavía resta un mes para la votación, Juntos por el Cambio mantiene inamovible su ventaja. En doble medición: referida a las agrupaciones; también a los primeros candidatos. Diego Santilli no desciende y Victoria Tolosa Paz no repunta. El rencor siempre la puede: maldice a Alberto por haber insistido en colocar a la mujer del publicista José Albistur como postulante.
Otro asunto que mortifica a Cristina es el presente de Axel Kicillof. Su pupilo. El gobernador de Buenos Aires continúa cayendo en la consideración popular. El último trabajo de D'Alessio-IROL coloca su imagen positiva en apenas 37%. Dos puntos por encima de la del Presidente. En negativa, están casi empatados en 60%.
Aquella mortificación posee otros condimentos. La presunción, tal vez, de un fracaso: la vicepresidenta imaginó a Kicillof gestor de éxitos. No sería lo que ocurre. No es la apreciación de los intendentes del Conurbano. Peronistas o de la oposición. Sufrió y resistió la virtual intervención que le propuso Máximo, su hijo, con el desembarco de cuatro intendentes. Martín Insaurralde, de Lomas de Zamora, y Leonardo Nardini, de Malvinas Argentinas, los más estelares.
El problema está lejos de haber sido resuelto. Nadie sabe si las prebendas que ofrece el gobernador -viajes de egresados pagos o segundo año de promoción automática de los escolares? surtirán efecto electoral. Si eso no sucede y Buenos Aires vuelve a pintarse de amarillo aquella intervención se acentuaría. Es lo que propone Máximo. Adiós para la ilusión presidencial de Kicillof.
Cristina demuestra menores reparos, en cambio, cuando debe interferir en el equipo de Alberto. No vale volver sobre lo que pasó después de septiembre. Importa lo que pasa. El cerco sobre Martín Guzmán se torna asfixiante. El ministro de Economía estuvo en Washington con la titular del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, para mantener viva la esperanza de un acuerdo por la deuda multimillonaria. Ese acuerdo se dilata. La mujer búlgara sólo reclama decisiones económicas del Gobierno que alcance a entender. Igual que los inversores que hablaron con Juan Manzur y Guzmán.
Está visto que la vicepresidenta posee su banco de reserva en La Matanza. Fulminó a Paula Español, la alumna de Kicillof, para colocar en la Secretaría de Comercio a Roberto Feletti. Un controlador compulsivo cuya primera novedad fue decidir el congelamiento de precios hasta enero de 1247 productos. Algunos extravagantes, como el champagne. También plumereó a Débora Giorgi, que estaba en el gabinete de Fernando Espinoza. La puso de subsecretaria. Allá comenzó su carrera política Manzur, el jefe de Gabinete.
El verdadero dilema no serían los nombres recurrentes. Es la repetición de ideas fracasadas para enfrentar problemas que nunca hallan solución. El laboratorio de Alberto transitó los precios máximos y los Precios Cuidados. Ahora retorna al congelamiento acordado con los grandes expendedores. Omite a los cientos de miles de pequeños comercios donde suelen abastecerse las clases más humildes. Allí la inflación demuele. En septiembre llegó al 3,5%. Un 37% en el año y un 52,5% interanual.
Esas señales ocurren mientras el Presidente improvisa teatros de campaña para hacer creer que el oficialismo ya no es lo que ha venido siendo. Clausuró con su presencia híbrida el coloquio empresario de IDEA que jamás fue bien visto por el kirchnerismo. Recibió a un grupo de importantes empresarios en la Casa Rosada, cuya articulación desnudó las fricciones entre Massa y Máximo K.
Ambos habían estado en privado con los mismos dirigentes. En la reunión con foto oficial sólo apareció el titular de Diputados. Quizás haya sido un rasgo del desencuentro que se repite entre ambos desde la derrota de septiembre. El hijo de Cristina quedó en soledad la semana anterior, sin lograr quórum en la Cámara baja para debatir la Ley de Etiquetado.
Entre Massa y Máximo parecen existir otras competencias. Los dos están pensando en el día después del 14 de noviembre. Dicen ser optimistas sobre la posibilidad de un repunte que permita al Gobierno reacomodarse, sin ningún sismo, para andar hasta el 2023. Coinciden sobre que, en cualquier caso, haría falta algún acuerdo de base con la oposición. En especial, Juntos por el Cambio. Massa acostumbra a primerear. Estuvo hablando con radicales y macristas. A Máximo le fastidió la jugada y tuvo un brote de ira: "Asi no sirve. Sin un diálogo serio se va a romper todo", exclamó en su oficina.
El hijo de Cristina supone que el primer acuerdo (¿el único?) con la oposición debiera referir a los vencimientos por US$ 19.000 millones que el Gobierno tiene que afrontar en 2022. En Juntos por el Cambio ignoran cualquier propuesta. Aguardan a la defensiva. Están las elecciones. Luego, sus consecuencias. Recién, entonces, se podría conjeturar sobre un diálogo.
Existe un recuerdo que atemoriza. En julio del 2009, luego de la caída en las legislativas, Cristina convocó a un gran acuerdo nacional. Consistió solo en una reunión y una foto. El abrazo del oso para la oposición que fue reflejado en 2011, cuando se presentó desmembrada.
Máximo, como su madre, tampoco transita una época de humores estables. La derrota en Buenos Aires caló porque allí, con La Cámpora, pretendía subsumir al viejo peronismo. Debió apelar a los intendentes para salvar del naufragio a Kicillof. También para que se esmeren en noviembre en recuperar los votos que no fueron o fugaron a otras fuerzas a modo de castigo. Nunca hay que olvidar que pretende asumir en diciembre el timón del PJ bonaerense. No querría hacerlo como padre de una derrota.
Se sabe que la economía y la inflación son un gran escollo. La pandemia trastocó planes. Pero regresa con salvajismo en Buenos Aires y otros lugares del país (Rosario) un problema que siempre resultó inasible para el kirchnerismo: la inseguridad. La primera vez que Néstor Kirchner tembló fue en 2004 por el asesinato de Axel Blumberg, que desató una multitudinaria protesta.
En 13 horas de la semana pasada se produjeron tres crímenes en el Conurbano: Gerli, Caseros y Quilmes. En la geografía de la camporista Mayra Mendoza un estudiante fue muerto por el robo de una bicicleta. El Gobierno ha carecido en estos años de una política en la materia. La ex ministra Sabina Frederic hizo tan poco que fue sustituida por Aníbal Fernández. El nuevo titular de Seguridad debutó con la amenaza a un humorista.
Desde diciembre del 2019 se instaló una disputa de poder entre la Nación y el ministro de Seguridad de Buenos Aires, Sergio Berni. La aparición de Aníbal significó un límite para el médico-militar. Pero aquella seguidilla de crímenes reavivó el fuego. Máximo está cansado del protagonismo de Berni. Cristina no. Berni no soporta ya a La Cámpora ni a la presidencia de Alberto.
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